9 de diciembre de 2009

Esta semana te invitamos a rezar con la humildad de Juan Bautista para que nosotros también nos abrumemos ante la Grandeza de Aquel a quien anunciamos:

“¡No soy digno de desatarle la correa de la sandalia!”

La figura de Juan el Bautista adquiere, en este contexto, toda su grandeza. ¡El preparó el camino! ¡No lo bloqueó! Descubrió soluciones. ¡No puso más problemas! Preparó a la gente para entrar en el ámbito de la Buena Noticia.

Ser mensajeros de la Alegría de Dios, del Dios que cumple sus promesas, implica sembrar Paciencia. No debemos ser impacientes, sino confiar en las manos de Jesús y saber que en el momento oportuno nos dará lo que necesitamos. La espera “paciente” glorifica a nuestro Dios y nos dignifica a nosotros. Para poder lograr esto hay futuros parciales, que llenan nuestro camino de sentido, que anticipan el final y nos estimulan a seguir hacia delante. ¡Nuestro Dios camina a nuestro lado!

Pero, ¿Cómo podemos preparar el camino?

Purificando la mirada del corazón para “ver de otra manera”; poniendo en hora el reloj de la Paciencia y confiar en el sabio ritmo de Dios; haciendo fácil el camino a los demás: con nuestra súplica a Dios, con nuestra comprensión, con nuestra benevolencia a prueba de mal, con nuestra crítica constructiva, con nuestra disponibilidad a ayudar, con nuestra alegría…

En este segundo domingo de Adviento, tanto Isaías (40,9-11) como Juan Bautista (Mc 1,1-8) nos van a hacer una llamada apremiante a la conversión, a prepararle el camino al Señor.

Si nos fijamos bien, este texto está pidiendo un cambio total de la realidad: Que en el desierto, lugar inhóspito e inhabitable, haya un camino para que pase Dios; que lo que está hundido, humillado, sometido, empobrecido... se levante, “resucite”, renazca, se renueve, recupere su dignidad...; que lo que está elevado, enaltecido, lo arrogante y con complejo de superioridad, se abaje; que lo torcido, lo perdido, lo equivocado, lo doblegado, ... se enderece; que lo escabroso, lo áspero, lo que hiere y es punzante, se iguale, se suavice.

Isaías (40, 1-2a.9-11) orienta nuestro modo de vivir en una doble dirección: Dejarnos consolar y desear salir de nuestro papel


de víctimas. Aceptar que la vida es esencialmente positiva. Acoger el consuelo de Dios y de los otros, aprendiendo a mostrarnos débiles y vulnerables, no duros y autosuficientes. Aceptar ser perdonados gratuitamente y aprender a perdonarnos a nosotros mismos. Consolar a los otros, con el mismo consuelo que nosotros recibimos de Dios.


Isaías nos ofrece la imagen de Dios como un pastor que toma en brazos los corderos. Un Dios que nos cuida y se preocupa de nosotros. Este Dios nos enseña a cuidarnos de los demás como Él cuida de nosotros:


“Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios, hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su servicio, y está pagada su culpa (...) Súbete a un alto monte, alegre mensajero de Sión, clama con voz poderosa, alegre mensajero de Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá: “Ahí está vuestro Dios” El Señor llega con poder y su brazo manda. Viene con él su salario y su recompensa lo precede. Como pastor, apacienta su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las madres”.


Cristo Jesús: eres el enviado por el Padre,

El Mesías que espera tu pueblo,

El verdadero Hijo de Dios,

El que realiza la voluntad del Padre,

El que ama y alegra la vida como Dios mismo.

Ábrenos los ojos para mirar bien la realidad;

Destapa nuestros oídos para escuchar la verdad;

Suaviza el tacto para acariciar las heridas;

Afina el olfato para oler su presencia sencilla;

Enriquece nuestro gusto con los sabores de tu Reino.


¡Oh Santísima Virgen María! sean una y mil veces benditos vuestros santísimos brazos, que llevaron, abrazaron y tiernamente estrecharon al Hijo de Dios, hecho hombre por dar salud a mi alma. Rezamos un Avemaría.